Tengo una cicatriz entre el ombligo y el esternón de unos ocho centímetros que me recuerda que casi muero con cuatro años.
No exagero. Entre los cuatro y los cinco años tuve una obstrucción intestinal que puso en peligro mi vida durante unos meses. ¿Podría ser una licencia dramática para aumentar la tensión de mi historia? Fácil: que le pregunten a mis padres. Es decir, que le pregunten a cualquier padre o madre cómo gestionaría emocionalmente que su hijo de cuatro años se sometiera a tres operaciones sin éxito porque la digestión no pasaba por su intestino. Que le pregunten si sería capaz de conciliar el sueño o si es una exageración.
¿Cómo reaccionan unos padres ante esta circunstancia? Pues suplicando y deseando que los alimentos puedan pasar por el intestino de su hijo. Así lo hicieron mis padres.
Pero la comida seguía sin pasar y prueba de ello era que yo no podía ir al baño, lo que puso a mis padres contra las cuerdas de lo humanamente soportable para cualquier padre que observa impotente cómo abren hasta cuatro veces las tripas de su hijo sin éxito.
Mi padre siempre me ha recordado la frase que no paraba de repetirse: “Mi reino por unas heces de mi hijo”.
Bueno, el caso es que por una mezcla de pericia del cirujano, perseverancia y suerte, mi intestino dejó pasar alimentos y mi problema intestinal incompatible con la vida se solucionó.
Pero ahí no terminó todo.
Después de una manipulación tan intensa, el intestino se resiente. Y una de las secuelas que más me afectó en mi día a día fue la intolerancia a la lactosa, mezclada con otras intolerancias. Y es así como llegamos a un personaje clave en esta historia. Alguien que me enseñó cómo la nutrición te cambia la vida…
Mi Abuela Asunción
Mi abuela me cambia la vida. ¿A quién no le cambia la vida su abuela? Por supuesto, en ese sentido también. Pero ahora me estoy refiriendo a algo que ella hizo y que no he sabido ver o interpretar hasta muchos años después, cuando ya nos ha dejado.
Mi abuela había sido cocinera en Pamplona y cuando yo era pequeño vivió una época con nosotros en la que ejercía su magisterio y su amor por su familia con todo un catálogo de platos que hacían las delicias de todos.
A mí, el que más feliz me hacía eran sus croquetas. Con diferencia. ¿Y qué fue lo primero que tuve que dejar de tomar tras las operaciones de intestino? Croquetas, claro.
Lo que pasó a raíz de las operaciones es que no paraba de ir al baño. Qué ironía: pasar de suplicar por las heces de un hijo a suplicar que tu hijo “deje de hacerse encima”. Entre eso y la nutrición parenteral del hospital, tenía muy bajo peso. Mientras el resto de mis compañeros del colegio comenzaban a desarrollarse y a crecer, yo todavía estaba muy delgado. Preocupadamente delgado.
Mi abuela no era nutricionista, pero era muy espabilada. Y cuando le dijeron “el niño no puede tomar nada con lactosa ni con X, Y y Z”, a mi abuela le sonó a que me iba a tener que privar de un montón de recetas. Y entre lo delgado que estaba y que, ya de por sí, una abuela nunca tiene suficiente con el peso de un nieto, mi abuela se estudió todo lo que llevaba lactosa para alimentarme sin renunciar a todo tipo de sabores y texturas que, lejos de cerrarme el apetito, me lo fueron abriendo.
Y así pasé de ser un saquito de huesos a parecerme más a los de mi edad sin quedarme atrás.
El Precio de Ignorar a mi Abuela
Nunca fui consciente de la importancia de que mi abuela me hiciera las croquetas sin lactosa. No me di cuenta hasta varios años después de estudiar Farmacia y Nutrición, cuando me enfrenté a la angustiosa realidad que todos los nutricionistas nos encontramos en consulta: que la solución (dieta) es, en muchos casos, parte del problema (pacientes que entran en crisis y la dejan de seguir.)
A ver, hablemos claro. Yo hubiera salido adelante sin comer croquetas ni otras muchas cosas. Pero, ¿habría salido con tanta rapidez de aquel trance? ¿Cuál era el valor de solucionar en pocos meses lo que podría haberme lastrado física y mentalmente durante años?
Mi abuela entendió rápido algo que a mí me ha llevado años de estudio y de trabajo ver con claridad: que la solución en nutrición no puede ser parte del problema.
Ojo, no estoy abogando aquí por las croquetas. Justo las croquetas no es lo más sano del abanico de opciones en nutrición. Lo sé. Estoy tratando de llegar al fondo del asunto.
Si el objetivo era que yo comiera más porque entre las cirugías y la nutrición del hospital se me había cerrado el apetito, entonces, la solución pasaba por ponérmelo más fácil. Es decir, que la solución no fuera parte del problema.
No puedo expresar todo lo que le debo a mi abuela por esa y por tantas lecciones. Pero es que esa experiencia que yo tuve con la nutrición, ha marcado mucho tiempo después mi enfoque como profesional. Ha marcado las razones de por qué hago lo que hago.
Lo Que Logré al Apoyarme en la Lección de mi Abuela
Cuando me enfrenté a la realidad de la consulta y me di cuenta de que algunos pacientes tenían éxito y otros no, me pregunté el porqué. ¿Por qué unos logran mejorar su composición corporal manteniéndola en el tiempo y otros no?
Al principio, traté de buscar la respuesta en las personas del campo de la nutrición y la salud. Pero me di cuenta de que existía un gran silencio sobre los resultados reales que conseguían con sus pacientes. Solo los muy honestos reconocieron una verdad incómoda: la mayoría de los pacientes que comienzan una dieta fracasan.
Cualquier nutricionista o entrenador personal, o endocrino, o profesional competente del manejo del peso, tiene un historial abundante de fracasos en su lista de pacientes o clientes. Algunos enseñan fotos del “antes y el después” de los casos que han tenido éxito. Pero hay otras muchas fotos que no enseñan, no sé si me explico…
En cualquier caso, para mí el problema no estaba ahí. El problema era cómo respondíamos ante eso. ¿Decimos que es un fallo en la responsabilidad del paciente por no aplicar los recursos que les damos? ¿O decimos que ese fallo se puede deber a que no sabemos dar mejores recursos?
Y entonces, para responder a esa segunda pregunta, me fijé en aquellos que tenían más éxito manejando su peso y su salud: mis propios compañeros nutricionistas. Ellos no están cambiando de dieta cada dos por tres. Ellos no tienen reganancia. Ellos no entran en crisis y lo dejan todo. Yo mismo dejé de tener esa relación con la comida hace mucho tiempo y me mantengo en el rango de peso que quiero.
Entonces —pensé—, ¿por qué a unos nos funciona y a otros no?
Pensé en lo que mayoría de los planes de nutrición dan a sus pacientes o clientes: una dieta. A veces, en el mejor de los casos, un plan de entrenamiento vagamente personalizado. Y a veces, solo en casos excepcionales, hay una ayuda conductual.
En cualquier caso, hay un problema común y frecuente: todos esos recursos son una mera hoja de ruta. Y ahí lo vi claro…
¿Y si en lugar de dar solo una hoja de ruta, hago que te pongas en marcha?
¿Y si en lugar de darte una dieta y una hoja de entreno, consigo que eso no se convierta en parte del problema?
¿Y si hago como mi abuela?
Y cuando haces las preguntas correctas, sueles dar con alguna solución. Bueno, entonces no sabía que era la solución, eso lo supe después, cuando empezó a funcionar y pasé a tener la consulta llena en unos meses sin invertir ni un euro en publicidad. Tan solo con el boca-oreja.
Por supuesto, como podrás entender, no tengo la certeza absoluta de que mi abuela hiciera todo eso deliberadamente para que algún día yo utilizara ese aprendizaje para mi propio trabajo. ¿Y qué? Vale, ella no lo hizo con la intención de enseñarme nada a futuro, sino para hacerme la vida fácil cuando más lo necesitaba. ¿No fue eso suficiente? ¿Y no somos acaso capaces de echar la vista atrás para reflexionar sobre las cosas que hemos vivido y extraer valiosas lecciones?
Esta es la poderosa lección: cuando la solución es parte del problema, hay que reinterpretar con creatividad la solución.
Mi abuela reinterpretó la solución con un razonamiento que podríamos enumerar así:
- ¿Cuál era el problema? Mi falta de apetito acrecentada por las intolerancias desarrolladas a partir de la operación (la de la lactosa no fue la única).
- ¿El riesgo? Quedarme atrás en el desarrollo.
- ¿En qué camino problemático podría haber caído sin la creatividad de mi abuela? En una lista de alimentos insípidos y prohibiciones que poco hubieran hecho por abrirme el apetito y ayudarme a crecer.
- ¿Solución reinterpretada? Cambiar la receta de las croquetas y, cuando hablo de croquetas, hablo en general, de cambiar numerosas recetas para que sigas comiendo platos que de verdad apetezca comer.
Al igual que las croquetas sin lactosa me hicieron salir de aquel problema de salud sin quedarme atrás, vi necesario reinterpretar la hoja de ruta para que mis pacientes mejoren su composición corporal y disfruten de otra salud.
Hábito Nutrición
Para crear esa nueva solución aplicando la lección de mi abuela, empecé a investigar lo que decía la ciencia. ¿Dónde fallaban todos los planes y dietas? En la creación de hábitos. Así que reciclé y leí cientos de libros donde los expertos hablaban sobre cómo se crean y se mantienen los hábitos y traté de reconducir todo eso hacia el campo de la nutrición y la salud.
Eso lo sumé a las bases que me habían dado la carrera de farmacia y la de nutrición. Después, incorporé a mi búsqueda el rigor que había visto en los investigadores de la facultad que más admiraba, pero sabiendo diferenciar en qué momento los estudios científicos lo son todo y en qué momento complementarlos con la experiencia de la calle: mi consulta presencial.
Y todo eso, lo até con mi otra pasión desbordante: escribir.
Esto último fue gracias a que me crucé con un libro que no tenía nada que ver con nutrición, pero que me dio la clave para armar las piezas y que todo cobrara sentido. Fue el famoso autor Scott Adams, creador de Dilbert:
La Fórmula del Éxito: Cada habilidad que adquieres duplica tus probabilidades de éxito. Fíjate que no digo nada sobre el nivel de competencia que necesitas alcanzar en cada habilidad. No hablo de excelencia o de ser un fuera de serie. La idea es que puedes aumentar tu valor en el mercado siendo simplemente bueno —no extraordinario— en más de una habilidad.
Y así terminé creando Hábito Nutrición. Juntando mis dos habilidades: la escritura y la nutrición.
De todas formas, cuando lo tuve todo armado, no asumí que funcionaría perfecto. Sabía que iba a ser un trabajo de mejora continua. De la misma forma que cada nuevo modelo de iPhone mejora al anterior, así quería hacer con mis planes. Lo que no sabía es que, cuando lo puse a prueba, como te he dicho, pasé a tener la consulta llena por el boca-oreja.
Ahora, estás leyendo esto porque he transformado mi consulta física en una consulta digital para compartir Hábito Nutrición con más personas.
Y esa es mi historia. El detonante de mi operación de niño, el papel de gran mentora que representó mi abuela para superar mi mayor desafío profesional, y el posterior viaje formativo para acabar uniendo todas las piezas que me definen en mi vida y responden a la pregunta “¿cómo puedo aportar valor a los demás?”
Es importante que no te defina simplemente lo que has estudiado, sino, sobre todo, lo que tú eres. Hábito Nutrición define hoy lo que soy.
Los japoneses lo llaman “ikigai”, los de Costa Rica lo llaman “plan de vida” y mi mujer lo llama “eso que harías hasta los domingos si no te parara los pies”.
Lánzate a la Acción
Gracias por leer. Puedes lanzarte a la acción con tu nutrición dejando tu correo más abajo para permitirme ayudarte a crear hábitos que, como hizo mi abuela conmigo, no solo te ayuden a desarrollarte con más salud, sino que te hagan más fácil la vida.
*Alfredo Andreu es farmacéutico colegiado 3228 (ficha) y dietista-nutricionista colegiado ARA00404 (ficha)
(Esta historia es un pequeño homenaje –más perpetrado que otra cosa– a la figura de Roald Dahl).